Anoche tuve
un momento de delirio. He despertado sudando, con fiebre alta y con una
infección de garganta que bien podría valer una muerte lenta y dolorosa. Y he
soñado.
He soñado
con una playa a altas horas de la madrugada. Frío. Mucho frío. Y un chirimiri
propio de miña Coru. El alcohol de esa noche hacía estragos y recuerdo cómo me
costaba mantener la mirada fija en el mar. La sensación, a pesar de eso, era
genial.
Y no
estaba sola. Había alguien conmigo. Alguien que me hacía sentirme realmente
bien. Especial, incluso. Acompañada y sujeta a un momento que, ya sabía,
recordaría siempre.
La marea
cada vez subía más. La lluvia empezaba a caer con fuerza. Y el viento (ay, el
viento) hacía que empezara a despejarme y a intentar pensar con más claridad.
Buscaba
un lugar donde refugiarme del mal tiempo. Exterior. El interior era plácido. Agradable.
Tan pronto
esa persona, de identidad desconocida, aparecía como desaparecía. Recuerdo
perfectamente cómo era su boca. Dientes perfectos y labios que llamaban a
morder.
De repente,
y como si fuera una película, el mar, el frío y la lluvia habían desaparecido,
para dar lugar a una habitación cálida y acogedora. “Desnudo el calor se pilla
antes. Métete. Y abrázame, tengo frío.”
Y ahí
estaba yo. Abrazada a alguien que apenas conocía, deseando que nunca acabara ese momento cuando,
de pronto, “Ana, hija, son las 8. Te toca el antibiótico.”