Frente a
una taza de café caliente escuchaba atenta a su amiga. Aquella con la que
siempre había tenido un feeling especial, aquella con la que compartía más de
un secreto y una anécdota. Sus vidas, sin quererlo ni saberlo, habían trascurrido
paralelas. Como si alguien desde arriba las hubiese hecho con un mismo molde,
puesto en el mismo lugar y con el mismo mecanismo de actuación.
“Tenía
miedo de perder a mi mejor amigo. Miedo a confundir amor con amistad. Quizás él
sólo era con quien yo satisfacía mis deseos, mis locuras, mis noches. Quizás sólo
era que yo llevaba mucho tiempo sola, sin saber lo que era el amor de pareja. O
quizás no. La vida me ha demostrado que no. Mira, esta es nuestra casa. Aquí pasaremos
el resto de nuestros días juntos.”
Esa historia,
aunque ella ya la conocía, le hizo pensar durante un largo rato. Asentía con la
cabeza a lo que su amiga le seguía contando. ‘Sí, sí, unas fotos preciosas.
Gran paisaje’. Pero ella estaba lejos. Rozando, como poco, la Osa Mayor.
De nuevo,
como tantas otras veces, se sentía identificada con ella. Y aunque se maldecía
una y otra vez por sentirlo, las dudas la machacaban. Le rompían los esquemas,
las ideas, la claridad ausente en su mente.
Por suerte,
sólo duraba unos instantes. Todo volvía a la normalidad cuando se daba cuenta
de que ella tenía lo más valioso del mundo, una de las mayores pruebas de amor
de la vida: una amistad sincera, irrompible, auténtica y que estaba por encima
de cualquiera cosa con la etiqueta ‘pareja’. Y si algo tenía claro, es que no
cambiaba lo que había por lo que podría haber.
Y yo,
frente a ellas, y casi dentro de la mente de cada una, las envidiaba. No todas
las personas tienen la suerte de encontrar a una persona perfecta dentro de la imperfección
que nos caracteriza. Y, mucho menos, encontrar el amor y la amistad en su
máxima exponencia.
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