lunes, 26 de noviembre de 2012

De las dudas infinitas.


Frente a una taza de café caliente escuchaba atenta a su amiga. Aquella con la que siempre había tenido un feeling especial, aquella con la que compartía más de un secreto y una anécdota. Sus vidas, sin quererlo ni saberlo, habían trascurrido paralelas. Como si alguien desde arriba las hubiese hecho con un mismo molde, puesto en el mismo lugar y con el mismo mecanismo de actuación.

“Tenía miedo de perder a mi mejor amigo. Miedo a confundir amor con amistad. Quizás él sólo era con quien yo satisfacía mis deseos, mis locuras, mis noches. Quizás sólo era que yo llevaba mucho tiempo sola, sin saber lo que era el amor de pareja. O quizás no. La vida me ha demostrado que no. Mira, esta es nuestra casa. Aquí pasaremos el resto de nuestros días juntos.”

Esa historia, aunque ella ya la conocía, le hizo pensar durante un largo rato. Asentía con la cabeza a lo que su amiga le seguía contando. ‘Sí, sí, unas fotos preciosas. Gran paisaje’. Pero ella estaba lejos. Rozando, como poco, la Osa Mayor.

De nuevo, como tantas otras veces, se sentía identificada con ella. Y aunque se maldecía una y otra vez por sentirlo, las dudas la machacaban. Le rompían los esquemas, las ideas, la claridad ausente en su mente.

Por suerte, sólo duraba unos instantes. Todo volvía a la normalidad cuando se daba cuenta de que ella tenía lo más valioso del mundo, una de las mayores pruebas de amor de la vida: una amistad sincera, irrompible, auténtica y que estaba por encima de cualquiera cosa con la etiqueta ‘pareja’. Y si algo tenía claro, es que no cambiaba lo que había por lo que podría haber.



Y yo, frente a ellas, y casi dentro de la mente de cada una, las envidiaba. No todas las personas tienen la suerte de encontrar a una persona perfecta dentro de la imperfección que nos caracteriza. Y, mucho menos, encontrar el amor y la amistad en su máxima exponencia.  

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