Se
conocieron cuando la pubertad todavía estaba haciendo acto de presencia. Él lucía
melena, recogida siempre en una coleta. Ella siempre pelo corto. Y suelto. Compartían
clase. Un año uno tras el otro. Era divertido. Fue un año divertido. Aunque ella
siempre hizo más ‘migas’ con el otro compañero, a él siempre le encontró su
punto. Ese punto que sólo encontramos las mujeres y que nunca sabemos bien cómo
definir.
A él le
interesaba la música. A ella el fútbol. Él era más de clase de Informática. Ella
disfrutaba en Inglés. El Norte y el Sur. El yin y el yang posiblemente.
Aquel año
se terminó. Adiós al instituto. Con fortuna, posteriormente coincidieron en la
misma ciudad. Pero no lo valoraron. Eran unos simples colegas que se saludaban
cuando se cruzaban. Les gustaba echar un rato siempre, pero breve y casi insulso.
Un ‘Hola, ¿cómo te va? Te veo poco por aquí…” y poco más.
Los años
pasaron. Ambos hicieron sus vidas ajenos a lo que les vendría después. Él disfrutó
al lado de una chica. Ella hizo lo que pudo sin demasiada suerte en este juego.
Y, probablemente, cuando ninguno de los dos buscaba seria fortuna, se volvieron
a cruzar una noche. Los planetas se alinearon, o el karma les estaba esperando,
o vete tú a saber. Aquella madrugada cruzaron no una, ni dos, ni tres palabras.
Se les notaba cómodos. Aquella noche ambos sabían que volverían a encontrarse.
Y sucedió.
Un examen de inglés como excusa, una cerveza pendiente y, definitivamente, un ‘¿Quedamos
esta noche?’.
Se
saltaron ese tonteo que toda pareja tiene al principio. Ese momento de
indecisión e inseguridad. Había reciprocidad. Y se notaba a kilómetros. Nunca se
escondieron. Para qué.
Y hasta
hoy.
Quizás
sigan siendo ese yin y ese yang. Muy diferentes. Caracteres a 180°. Polos totalmente opuestos. Pero algo tienen en común. Las ganas que
tienen el uno del otro.
Y que
les dure.
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