Puse mi once de gala. Me gustaba
tanto como una victoria in extremis. El campo olía a fiesta. La afición coreaba
nuestros nombres. La copa relucía. Esto va bien, pensé. Los del verde
desprendían ilusión. Ganas. Amor. Creía.
Y el partido comenzó. Esto ya va
en serio. Posesión a favor. El equipo basculaba bien. Nos gustaba el toque. Mucho
toque. Qué pesados, pensaban. Qué empalagosos, decían.
Empate al descanso. Aún no las tenía
todas conmigo. Pero el equipo aún luchaba. Somos leones, qué menos.
El árbitro jugaba en nuestra
contra. Esta competición no es la vuestra. No eres el Rey de Copas. No pegáis
nada. Tonta, muy tonta, seguía peleando cada balón. Por arriba, por abajo. No
podemos desaprovechar cada jugada de estrategia. Cada minuto a su lado.
Disfrútalo. Peléalo.
Pero llegó el descuento. Y aunque
el fútbol nunca tiene final, éste llegó. Y llegó de la peor forma posible. Un gol
en el 90. La copa no es para mí. Es para otra.
En este caso, el fútbol era
secundario.