Ayer,
durante una salida con amigos y con un vaso de coca cola light en la mano (lo
que hace que no pueda excusarme), divagaba acerca de lo que iba buscando en la
persona con la que compartir sábanas en un futuro. Y, en efecto, me acosté a
eso de las 5 de la mañana sin tener ni idea.
Haciendo
cuentas me di cuenta, valga la redundancia, de que soy muy simple. “La belleza
está en la simplicidad”. Sí, ya.
Soy
simple. Tan simple como un puzzle de dos piezas.
Llegué
a la previa conclusión de que yo necesito a alguien que me haga (son)reír 27
horas al día. 27. Que siempre es poco cuando hablamos de esa magnífica curva.
Alguien
que tan pronto me explique por qué hoy jugamos con un 4-5-1 como qué es la
epanadiplosis.
Alguien
que de pronto me suelte una frase de Ismael Serrano o de Marcelo Bielsa y le dé
sentido a cualquier conversación banal.
Alguien
a quien le interese lo que pasa más allá de sus bonitas pestañas y le preocupe
la situación del mundo fuera de su habitación.
Alguien
a quien le gusten los planes de domingo por la tarde y no le importe que me
quede dormida mientras vemos ese peliculón que él tantas ganas tenía de ver.
Alguien
que entienda mis pasiones. ¿Puedo pedir que las comparta también? Que le
apetezca tanto venir al Gran Teatro como al estadio más cutre de Tercera.
Alguien
que me riña por no leer lo que debería, porque él se beba los libros con la
misma rapidez que una cerveza.
Alguien
que me dé las buenas noches después de una noche muy buena. Que todo es necesario.
Alguien
a quien no le importe cogerme de la mano por la calle pero que entienda que no
soy fácil de atar.
Alguien
que haga de un lunes de mierda el mejor de los días de un verano.
Y
llegué a esa previa conclusión, que no definitiva, porque después de escribirle
a quien no debía, se me acabó la coca cola. Y ahí lo tuve claro: era hora de
acostarse.